05 de septiembre 2025, 20:13hs
Carmen Palomino
Nacer en la Isla de Chiloé fue para ella mucho más que un lugar en el mapa: fue la raíz de su identidad. En ese rincón del sur de Chile, entre lluvias, mar y bosques, creció inmersa en una cultura atravesada por las tradiciones huilliches y españolas. Los relatos de su abuela Filomena sobre la tierra y sus frutos, los remedios naturales y las leyendas del Trauco y la Pincoya, le dieron a su niñez un sello especial.
“Mi abuela siempre me decía: De la tierra nace todo, la tierra es vida. Aprendí con ella que cada planta tenía un valor, que todo tenía un significado, hasta los sueños”, recuerda.
La infancia de Jasna Alonzo estuvo llena de pequeñas libertades: a los cuatro años ya iba sola al kiosco del barrio, ayudaba a criar pollos y gallinas, y trepaba al techo junto a su hermano Ramón para comer manzanas recién cosechadas. La familia no tenía grandes recursos, pero sí una enorme capacidad de esfuerzo. Su madre Ema, con dedicación y constancia, les aseguró educación, techo y una Navidad digna todos los años. “Hoy, con la mirada adulta, entiendo que pasamos necesidades. Pero en ese entonces, yo era feliz”.
El despertar musical
La música apareció temprano como un lenguaje propio. En su casa siempre sonaba la radio —sintonizada en Radio Estrella del Mar— y su madre fue la primera en enseñar canciones populares. “Con mi hermano nos aprendíamos de memoria El Lobo Chilote, un himno en la zona”, recuerda.
A los cuatro años entró al coro de la iglesia San Francisco de Ancud, siendo la más pequeña del grupo. Luego probó ballet, donde descubrió la sensibilidad de las obras clásicas como El Cisne o Las Cuatro Estaciones. Esa experiencia le abrió un mundo emocional, aunque también vivió frustraciones: un examen de música en la escuela la marcó y la hizo silenciar su voz durante años.
Sin embargo, los instrumentos fueron su refugio. El violín, el clarinete y la viola se convirtieron en compañeros inseparables. Participó en orquestas locales, en el Orfeón de Bomberos y en proyectos comunitarios que la formaron no solo técnicamente, sino en valores como la perseverancia y el trabajo en equipo. “Admiraba mucho a mis maestros, porque nunca me juzgaron por mi origen ni por mi clase social. Ellos me enseñaron a soñar”.
A los 19 años, tomó una decisión que cambió su vida: dejar Ancud para instalarse en Comodoro Rivadavia. El objetivo era claro: encontrar oportunidades para formarse profesionalmente en música. El camino, sin embargo, no fue sencillo.
Al llegar, se encontró con las primeras barreras: trámites que demoraban, la falta de un instrumento propio y la soledad de estar en una ciudad desconocida. Un año después, un accidente a caballo le fracturó el brazo izquierdo y la dejó dos años sin poder tocar. “Fue devastador. Pero no me rendí. La música seguía latiendo en mí”, cuenta.
Un gesto cambió su rumbo: el director de la escuela nocturna en la que terminó la secundaria le regaló un violín. Ese instrumento marcó el inicio de su verdadera historia musical en Comodoro.
Con el tiempo logró recibirse en el Instituto de Arte 806 y, aunque no pudo insertarse en las escuelas provinciales por falta de documentación, transformó esa limitación en una oportunidad: creó su propia academia de música en el barrio.
Allí enseña violín, clarinete y otros instrumentos a niños, jóvenes y adultos. Sus alumnos no solo aprenden técnica: rinden exámenes, participan de conciertos anuales y en eventos comunitarios, fortaleciendo así la disciplina y la autoestima.
“La música es más que notas. Es terapia, es autoconocimiento, es espiritualidad. En nuestra academia compartimos instrumentos donados, madres estudian junto a sus hijos y todos aprenden el valor de la perseverancia. Lo que busco dejar en ellos es una huella de fe, esfuerzo y solidaridad”.
Hoy forma parte de la Orquesta de Tango Municipal de Comodoro Rivadavia y de la Orquesta Sinfónica de la Universidad, además de integrar el ministerio de alabanza en su iglesia, donde comparte su fe a través de la música.
Continúa capacitándose con maestros nacionales e internacionales, viaja a encuentros orquestales y estudia acordeón, arreglos y orquestación. Entre sus sueños pendientes figuran mudarse a otra ciudad para profundizar sus estudios de educación musical, fortalecer su academia como espacio de inclusión y recorrer nuevas provincias compartiendo su música.
Como mujer en el mundo de la música, reconoce que no ha sido fácil, pero asegura que la clave es la constancia:
“Todo está en organizarse, amarse y darse tiempo. No importa cuántas veces falles, sino cuántas veces vuelves a intentarlo. No hay impedimentos cuando hay pasión. Las oportunidades están: hay que tomarlas y no dejar nada por nadie”.
Si tuviera que elegir el recuerdo más importante de su vida, no duda: el abrazo de su abuela Filomena, quien la inspiró con valores que aún hoy guían su camino.
Su deseo más profundo es que cada alumno y cada persona que se cruce con su música descubra lo que ella misma aprendió: que la música puede sanar, unir y transformar. Que incluso desde las raíces más humildes se puede construir un futuro con esperanza.
“Quiero dejar una huella espiritual en el corazón de las personas. Que entiendan que nada es imposible. La música es una llave para abrir caminos donde antes solo había muros”.